Woody Allen: ¿Ídolo o Forro? |
Revista El Amante
Dulce y melancólico es, dentro del sistema de producción anual de Woody Allen, un descanso, una retirada a un lugar seguro, sin riesgos. Lo que no significa que no sea una buena película. Planteada ligeramente (todo es ligero en la película) como un falso documental con testimonios a cámara de especialistas, narra la vida de un genio (en un sentido ligero de la palabra) musical, Emmet Ray.
Ray es un personaje que en cierta forma -un patán con talento artístico- se parece al Harry de Los Secretos de Harry. Guitarrista de jazz de los años treinta, bastante estúpido, egoísta, egomaníaco, fanfarrón y cleptómano, solo tiene un sentimiento emparentado con la humildad cuando se menciona al guitarrista francés Django Reinhardt (frente al cual se encontró dos veces en la vida y en ambas se desmayó). Es tan miserable que cuando el manager le dice que está quebrado y que debe recortar sus gastos lo único que se le ocurre es rebajarle la limosna al mendigo y decirle a la mujer que deje de ver al médico y que lo reemplace por un veterinario, que será seguramente más barato. Y luego se compra un lujoso auto nuevo.
Lo que lo separa de Harry es la inteligencia. Aquel personaje que interpretó el propio Woody Allen (mucho más cerca de la figura del alter ego) era consciente de su monstruosidad. Emmet solo toma conciencia de algo en la vida y lo hace en la última escena. En un momento anterior de la película una mujer le dice: "Tus sentimientos están tan profundamente escondidos que ni tú sabes dónde encontrarlos". A lo que Emmet responde con sinceridad: "Lo dices como si eso fuera malo".
Lo que los une es la misma relación opuesta que hace Woody Allen entre el genio artístico y la ruina personal. Emmet es un profesional pésimo, siempre llega tarde, borracho o no se presenta a actuar en absoluto. Pero cuando sube al escenario y empuña la guitarra, comienza la magia. No es poco mérito de Sean Penn el de transmitir que el tarambana y el artista son la misma persona. Su actuación es poco menos que perfecta, pasa de la simpática caricatura del malandra a rozar el genio artístico cuando empuña la guitarra, trasuntando todo el tiempo una reprimida melancolía. Lo notable es que Penn nos convence de que todas estas variaciones pertenecen a una misma persona y no son saltos psicológicos gratuitos que provienen de la voluntad caprichosa de un guionista. Una cierta habilidad personal -aprendió a tocar los temas de la banda de sonido en la guitarra de manera de poder mostrarlo en acción haciendo playback sin que parezca un truco- conjugada con su mirada soñadora enmarcada por un rostro brutal ayuda al milagro.
Lo cierto es que Harry y Emmet (y desde otra perspectiva el mafioso de Disparos sobre Broadway) son las formas de Woody Allen de mostrar que puede haber una dicotomía brutal entre las cualidades morales de una persona y su capacidad de realizar una obra artística. Repensando el lugar escandalizador que Allen juega en la sociedad norteamericana, es imposible no reflexionar acerca de cuánto hay de autojustificativo en emplear repetidamente este tipo de personajes. Pero a poco de ahondar en las películas algunas diferencias saltan a la vista.
Harry era efectivamente un alter ego hiperbólico de Woody Allen. Según sus propias palabras, el director compartía las ideas del personaje pero no tenía coraje para llevarlas a cabo. Harry era una persona para la cual solo dos cosas eran importantes: el trabajo y las mujeres. Una cierta compulsión a decir la verdad lo convertía en una persona increíblemente desagradable pero al mismo tiempo le daba a la película una cierta frescura, un aire liberador, opuesto a la moralina imperante en su país.
Un nuevo capítulo de ese combate entre el clima imperante entre Estados Unidos y Woody Allen está representado por una biografía no autorizada de la que se hace eco Rodrigo Fresán en la edición de Radardel 28 de mayo. A través del libro (vía la nota) nos enteramos de que Woody Allen se hace implantes capilares y de que a Mia Farrow le decía que tenía sida para evitar tener relaciones con ella. Supongo que ambas afirmaciones no son fácilmente verificables pero, aun en el caso de que sean ciertas, su absoluta irrelevancia es indicativa del nivel al que se puede llegar en esta discusión un tanto hartante. Estas son las expresiones del clima cultural que convierten a un personaje tan chocante como Harry en un héroe libertario.
El personaje de Emmet se inserta en el contexto de una película totalmente diferente. Lejos de todo realismo, la ambientación -la escena jazzera de la década del treinta- funciona como un refugio para Woody Allen. No hay acá señales de la Depresión ni conflicto entre clases. El clásico conservadurismo de Allen está presente, pero sobre todo la necesidad de contar un cuento de hadas. Para Allen, el escenario de un cuento de hadas es el jazz clásico.
Y la moraleja de este cuento de hadas es radicalmente opuesta a la de Los Secretos de Harry. En este punto hay que incorporar a otro personaje de la película: Hattie (notable actuación de Samantha Morton). Emmet la conoce al principio de la película; está con un amigo en la playa y quieren entablar relación con dos mujeres. El amigo le gana de mano con la más atractiva y, para su decepción, le deja a Hattie, mucho más menuda y aniñada. Apenas comenzada la conversación entre los cuatro, descubren que Hattie es muda. "¡Es mi día libre y quiero una mujer parlante!", protesta Emmet.
Hattie es un personaje que parece una mezcla de Buster Keaton y Harpo Marx. Se gana los corazones de todos, incluyendo al público y excluyendo el de Emmet, recubierto de una coraza de acero. Sin embargo, el guitarrista no puede resistir a su mudo encanto y se convierte en su pareja en buena parte de la película.
Hattie es la roca en la que se afirma la película, la contracara generosa y solidaria que contrasta con las miserias de Emmet. Perdón por contar el final pero es esencial para la moraleja del film. La pérdida de Hattie -a quien reencuentra casada y feliz- será para Emmet la única constatación de que el mundo existe más allá de la satisfacción inmediata de los deseos. Su desesperación final es un pequeño salto a la madurez de un niño perpetuo. Y la voz final de los expertos cuenta la moraleja del film: en los dos últimos años que se tienen registro de la vida de Emmet Ray, el guitarrista tocó mejor que nunca, con más belleza y emoción, alcanzando finalmente el nivel de Django Reinhardt. Ser un patán no era un accidente que podía redimirse a través de la música sino un obstáculo para que su arte alcanzara un nuevo nivel de emotividad.
No sé si alguna vez Woody Allen contó una historia tan discretamente conmovedora. Ni si incluyó un personaje tan simple -casi abstracto- en su pureza. Pero lo cierto es que esta película termina siendo diametralmente opuesta a Los Secretos de Harry. ¿Qué nos dice este cambio sobre Woody Allen y su vida privada? Probablemente nada, pero seguro que es más relevante que sus implantes capilares.